sábado, 1 de septiembre de 2012

Los libros que se van



Estoy, con lágrimas en los ojos, o poco menos, haciendo la enésima purga de libros.
No hay más remedio. Ya no caben más, y eso que acabo de comprar otra biblíoteca para guardar los diccionarios y los libros de cine. Tampoco tengo más lugar para nuevas bibliotecas.
Me ha pasado más de una vez lo que a mi compatriota y colega Juan José Millás, que contó recientemente en un artículo, en el que se daban la mano la melancolía y el humor, cómo no encuentra cada dos por tres en su atestada biblioteca el libro que necesita y, después de una prolongada e infructuosa búsqueda, tiene que salir a la calle y comprarlo otra vez.
No es que Millás, otros aficionados a la lectura que, además, necesitan libros para trabajar y yo tengamos nuestras bibliotecas desorganizadas; es que seguimos comprando libros, no encontramos ya donde colocarlos, los dejamos provisionalmente encima de otros, en una de las hileras de la biblioteca, o en cualquier sitio; y ya se sabe lo que pasa con lo que no se guarda en su lugar, y, en otro orden, cuando se deja para mañana lo que se puede hacer hoy. Los libros van amontonándose por todas partes y llega un momento en el que uno se da cuenta de que tiene que descartar algunos, que es exactamente lo que estoy haciendo yo.

El libro electrónico

Esto me ocurre por no comprar, de una vez por todas, el tan publicitado “e-book” o libro electrónico, que no es un libro: es una tableta que almacena miles de libros, cuyas hojas  aparecen en la pantalla apenas se oprime un botón.
Se hace muy cuesta arriba dejar de lado el libro de toda la vida, y no poder acariciar, nada más comprarlo, la superficie satinada y policroma de la cubierta, ni sentir su olor a tinta y  papel, a lápiz, a goma de borrar, a colegio… y a libro, cuya fragancia –porque de una fragancia se trata- ocupa un lugar preeminente entre las que regocijan nuestra pituitaria.
Pocas sensaciones hay tan gratas como la de entrar en un gigantesco "book store" de Washington, una librería de lance de Montevideo, la Casa del Libro de Madrid o un puesto en una calle, en cualquier ciudad del mundo, a ver libros.
¡Qué recreo para la vista, el olfato y el tacto! Porque uno empieza enseguida a mirar los libros, a tocarlos, a hojearlos.
Nos fijamos primero en las novedades, pasamos luego a las reediciones de algunos clásicos-que nunca faltan-, de éstas a los libros de historia y de música y por ultimo a los policiales.

Echar el día a libros

Siempre se tiene algo que consultar o comentar con los empleados de las librerías, que suelen ser muy afables y saben muchísimo de libros.
De tanto en tanto se echa el día a perros, o sea, que uno se dedica a la agradable ocupación de no hacer nada que preconizaba Plinio el Viejo. ¡Cuántas veces habrá uno echado el día a libros y habrá barrido sus preocupaciones y aventado sus murrias recorriendo librerías hasta que la danza de las horas pareció detenerse, porque uno se olvidó de contabilizarlas en el medidor ajustado a su muñeca!                                              
En fin..., que estoy abocado a la ingrata labor de separarme de varios libros que ya no me caben en ninguna parte.
Es triste, como decirle adiós a un querido amigo que se va a un país remoto y sabe Dios cuando volveremos a verlo, o si volveremos a verlo alguna vez.
Repetir "in extenso" lo que es el libro, su significado, su influencia, su importancia en la formación y el posterior desarrollo del ser humano y el placer que depara su lectura sería una obviedad como la copa de un pino. Bastan y sobran las palabras que le atribuye el poeta:
Si quieres saber, te enseño.
Te alivio si sufres daño.
Si estás solo, te acompaño.
Me callo si tienes sueño.

© José Luis Alvarez Fermosel

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