miércoles, 25 de junio de 2014

Volvió el feísmo



En una época lejana los sastres baratos de París eran casi todos polacos. Que fueran baratos no quiere decir que fueran malos. Muchos funcionarios de la Policía Judicial y de su rival, La Sureté, se vestían en sus tabucos de la orilla izquierda.
La Sureté estaba llena de corsos. Casi todos eran bajitos, llevaban bigote con guías y una sortija con un brillante (falso) en el dedo anular de la mano izquierda.
En Madrid, muchos zapateros remendones eran gallegos. El nuestro era un hombre todavía joven, alto, de ojos azules, que se parecía mucho a Bing Crosby. El lo sabía, porque aunque no iba al cine porque no tenía tiempo ni dinero que gastar en diversiones, se lo habían dicho las empleadas domésticas, que sí iban a los cines de barrio con amigas algún día entre semana por la tarde.
Cuando iban los domingos con sus novios a las salas donde daban dos películas, no se enteraban de ninguna de las dos, desde la última fila en la que se acomodaban... 
En la Gran Vía relucían las carteleras multicolores de los cines, a los que concurría las noches de estreno el “gratin” de la sociedad madrileña.
La radio era espléndida y su locutor y animador estrella el chileno Bobby Deglané. De la televisión, mejor no hablemos.
En lo que al teatro se refiere, Alfonso Paso llegó a tener cuatro o cinco obras en cartel. La gente iba con frecuencia al teatro, que no era tan caro como ahora. Iba, específicamente, a ver a Alfonso Paso, un gran escritor y un ser humano excepcional.

Artistas de renombre internacional

En verano venían de fuera artistas de renombre internacional como Mona Bell –que fue “crooner” de Roberto Inglez- y  Charles Aznavour. Actuaban en las llamadas “salas de fiestas” Florida y Pavillón, en el parque del Retiro, con figuras locales como Gloria Laso y José Guardiola.
Había verbenas. La de San Antonio era la más lucida, quizás por ser la primera. Ya lo dijo Antonio Trueba: “La primera verbena que Dios envía es la de San Antonio de la Florida”. La gente lo pasaba bien, quizás porque no tenía muchas pretensiones. Verbenas, las tascas, bailongos de barrio, como los de El Agudo y La Bombilla. El tiempo se deslizaba con sordina.
Era otro Madrid.
Pero todo el mundo trabajaba. No vivíamos en la luna. Los chicos íbamos al colegio por la mañana y por la tarde y sólo teníamos libres los jueves por la tarde y los domingos. Al menos en los Maristas, con los que yo me eduqué.
Había límites. Ni chicos ni grandes podían hacer lo que les diera la gana, estuviera bien o mal. Había orden y concierto.
Hacíamos deporte, más por estar en buena forma que por figurar. En la educación física no estaban presentes los esteroides ni los anabólicos. Claro, no se conocían.
Vestíamos lo mejor que podíamos, de acuerdo con nuestras posibilidades y según las normas de decencia y decoro imperantes, que considerábamos elementales y ahora son objeto de risa.

Los sastrecillos polacos

Acudieron a mi recuerdo los sastrecillos polacos de París, probablemente por una asociación de ideas surgida de la diferencia abismal entre la manera de vestir del hombre de hoy en día y el de entonces, que tiene mucho que ver con su manera de ser y de comportarse.
Los niños soñábamos con crecer para ponernos los pantalones largos. Una vez materializado nuestro sueño, no volvíamos a usar pantalones cortos más que para jugar al fútbol, o practicar otros deportes.
Hoy se ven por todas partes –barrios elegantes incluidos- señores mayores de aspecto respetable con pantalones cortos, bermudas o esos pantalones llamados pescadores que no llegan a los tobillos. Cuando hace calor y cuando hace frío. Es una moda. Universal, al parecer.  
Los adolescentes quieren eternizarse en ese estado del ni: ni hombres ni niños, pero más cerca de la infancia que de la madurez. Los hombres maduros juegan a ser niños, de ahí que traten de vestirse como ellos. Algunos se visten de mujer.
Se prescinde de la corbata –que ya sólo usamos los caballeros anclados en la antigüedad-, pero se desecha, más que por incómoda por considerársela una prenda distintiva de la “haute bourgeoisie”.
Los pantalones se llevan estrechísimos, como calzas, y se enrollan a la altura de los tobillos. Los zapatos son enormes. Calces el número que calces, hay un excedente centrado en la punta que hace grandísimos los pies, también por la estrechez del pantalón. Es lo último de lo último de una moda masculina que tiene más de desmesura que de elegancia.
Se hace un culto apasionado de lo feo, de la fealdad. El feismo está otra vez en boga como lo opuesto a lo estético, a lo armónico. Ha vuelto el feísmo químicamente puro.
El feísmo actual agrede la sensibilidad de la gente, de aquellos cuyo criterio estético se desprecia. Carece de pretensiones artísticas y  morales, ha desertado del territorio del arte. Películas como “Freaks”, de Tod Browning e “Idiocracia”, de Mike Judge, muestran esta tendencia, que está en su momento culminante.
Lo peor de todo es la fealdad interna, la de fondo, que también se da mucho, por desgracia.

© José Luis Alvarez Fermosel

Nota relacionada:

No hay comentarios: